En Colombia, la política ha
pasado de ser una confrontación de ideas y proyectos de país a convertirse en
un simple juego de poder. La esencia misma de los partidos políticos, aquella
que los dotaba de identidad, principios y una finalidad social, se ha desvanecido
entre la vorágine de la burocracia, el clientelismo y el ansia desmedida por
alcanzar el control del Estado. Ya no hay diferencia sustancial entre la
derecha y la izquierda, entre el centro y los extremos. La ideología, que en
algún momento fue la piedra angular de la democracia, se ha convertido en un
accesorio descartable cuando no conviene.
Colombia ha sido testigo de
cómo los partidos políticos han mutado en máquinas electoreras sin convicción
alguna. Lo que en su origen fueron movimientos inspirados en filosofías bien
definidas, hoy no son más que plataformas de acceso al poder, donde las
lealtades cambian con la misma facilidad con que se negocian ministerios,
contratos y cargos públicos. La ciudadanía, confundida y hastiada, ya no logra
identificar diferencias reales entre las colectividades porque estas mismas han
renunciado a su vocación doctrinaria para convertirse en refugios de intereses
personales y grupales.
El problema no es sólo que
los partidos han perdido su esencia, sino que este vacío de identidad ha
desencadenado una crisis en la democracia misma. En un país donde las
elecciones deberían ser el escenario de la confrontación de modelos de
desarrollo, de debates profundos sobre justicia social, economía, educación y
seguridad, el panorama se reduce a una pelea de egos, de estrategias para
mantener cuotas de poder y a un teatro mediático donde los discursos son
construidos por asesores de imagen y no por verdaderos ideólogos.
Asistimos a la
desnaturalización de los partidos tradicionales y al vaciamiento de los nuevos
movimientos políticos. La lucha no es por la materialización de un proyecto de
país, sino por cómo conseguir el respaldo necesario para obtener curules,
ministerios y contratos. Ya no importa qué principios se defienden, sino qué
alianzas se pueden tejer para garantizar la supervivencia en la próxima
contienda electoral.
El ciudadano, quien debería
ser el eje central de cualquier ejercicio político, ha sido relegado a un
simple espectador de este desfile de ambiciones. En cada elección, se le seduce
con promesas vacías, se le bombardea con marketing político diseñado para
manipular emociones, y al final, se le abandona hasta la próxima jornada
electoral. La desconfianza en los partidos ha alcanzado niveles críticos y ha
dado paso a un fenómeno aún más peligroso: el caudillismo. Cuando las
colectividades pierden su identidad, los ciudadanos buscan liderazgos
individuales, figuras mesiánicas que prometen soluciones rápidas, aunque ello
implique el debilitamiento de las instituciones democráticas.
El declive de los partidos
políticos colombianos no es un fenómeno aislado ni reciente. Es el resultado de
décadas de pragmatismo extremo, de pactos oscuros y de la incapacidad de los
dirigentes para sostener un discurso coherente con sus propios postulados.
Hemos llegado al punto en el que es común ver a un mismo político transitar de
un partido a otro sin el menor rubor, apoyando hoy lo que ayer combatía y
renegando de lo que en su momento abrazó.
La reconstrucción de la confianza en la
política requiere una regeneración profunda de los partidos. No se trata solo
de cambiar nombres y logos, sino de recuperar la esencia de la representación
política, de volver a conectar con las bases ciudadanas, de fomentar debates
reales y de apostar por una militancia comprometida y con convicciones firmes.
Si no logramos frenar esta decadencia, seguiremos atrapados en una espiral
donde el poder se convierte en un fin en sí mismo y donde los verdaderos
problemas del país seguirán siendo utilizados como simple retórica electoral
sin soluciones reales a la vista.