Por:
José Octavio Cardona León – Representante a la Cámara.
Desde
1997, y por decisión de la Corte Constitucional, Colombia viene discutiendo la
necesidad de reglamentar el derecho al buen morir, especialmente para aquellas
personas que padecen sufrimientos físicos o mentales graves e incurables, que
les impiden llevar una vida digna. Se trata de enfermos que enfrentan día a día
un dolor profundo e incesante, aquellos que comúnmente denominamos pacientes
terminales.
Un
paciente terminal es alguien que sufre una enfermedad avanzada, sin
posibilidades razonables de curación, y cuyas condiciones físicas y mentales se
deterioran progresivamente, enfrentando de manera inevitable la cercanía de la
muerte.
La
eutanasia, entendida desde tiempos de la antigua Grecia como el derecho a una
muerte digna o, como se dice comúnmente, a un buen morir, no se trata de
provocar la muerte por sí misma, sino de ofrecer alivio a dolores insoportables
que han robado la calidad de vida y la paz de quien alguna vez gozó de buena
salud. Es una decisión médica y humana, acompañada por profesionales, cuyo
objetivo es brindar descanso a quienes ya no pueden vivir sin sufrimiento.
Han
pasado 28 años desde la Sentencia C-239 de 1997, y el Congreso aún no ha
cumplido con su deber de legislar en torno a este derecho fundamental. Fue tal
la omisión, que en 2014 la Corte Constitucional ordenó al Ministerio de Salud
establecer los protocolos y procedimientos necesarios para garantizar su
aplicación, en respuesta a las voces de quienes claman justicia desde sus camas
de hospital.
Lamentablemente,
los intentos legislativos por regular este derecho han fracasado reiteradamente
en el Congreso, frenados por argumentos de índole moral y religiosa que
privilegian la defensa del derecho a la vida, incluso en condiciones de agonía,
dolor, tristeza y sin esperanza de recuperación. En muchos casos, se ha
considerado más importante mantener viva a una persona que sufre, que
permitirle, con dignidad y humanidad, poner fin a su dolor mediante una
decisión informada y acompañada por expertos.
No se
trata de promover el suicidio, ni de abrir la puerta a decisiones
irresponsables. Al contrario: la propuesta exige que un equipo
interdisciplinario evalúe cada caso, cumpliendo condiciones estrictas y
estándares éticos y científicos, para evitar que este derecho se convierta en
una “venta de pasaportes al más allá”.
El
paciente terminal tiene dos caminos: optar por la eutanasia activa, mediante la
intervención médica directa para cesar su sufrimiento, o recurrir a la
eutanasia pasiva, dejando de recibir tratamientos que prolongan su vida de
manera artificial. La diferencia es clara: en la segunda opción, el dolor
persiste por un tiempo indefinido.
Quienes
se oponen a esta medida suelen afirmar que solo Dios tiene derecho sobre la
vida. Y aunque no nos corresponde discutir desde la fe, también es legítimo
preguntarse: ¿querría Dios que sus hijos vivan en medio del sufrimiento
extremo, sin esperanza, afligidos por la enfermedad, agotados por las
intervenciones médicas, y convertidos en una carga para sus seres queridos?
Muchos
pacientes manifiestan con claridad su deseo de partir. Reconocen que su estado
de salud se ha vuelto una carga para ellos y para quienes los cuidan. Y no lo
dicen desde el egoísmo, sino desde una profunda conciencia del desgaste físico,
emocional y económico que su condición representa.
Este
debate no puede seguir atado a creencias individuales ni a juicios morales. Es
un asunto de humanidad. La decisión debe estar centrada en el paciente, no en
la familia, ni en la sociedad, ni en la curia. Porque nadie que no sufre puede
hablar con propiedad del dolor ajeno.
Debe
ser el paciente quien decida. Debe ser el paciente quien resuelva. Siempre que
esa elección se tome con plena conciencia, acompañamiento médico y dentro del
marco legal y ético, debe existir una opción. Esa opción es el derecho a la
EUTANASIA.