Nuestro país atraviesa un momento crucial. Cada día
nos despertamos con noticias poco alentadoras: crisis institucionales,
escándalos, violencia, polarización. Vivimos rodeados de incertidumbre. Y, sin
embargo, seguimos. Con fuerza, con esperanza, con ese amor silencioso que se
activa cuando miramos a nuestras familias. Porque, a pesar de todo, son ellas
el motor que nos impulsa a no rendirnos.
Pero mientras resistimos, el mundo avanza, y con él,
la política también. Esa política que ya no se parece en nada a la de hace 20
años. Hoy no se hace solo en plazas públicas ni en micrófonos; hoy se hace
también desde una pantalla, con algoritmos que moldean opiniones, con imágenes
que duran segundos y con una viralidad que puede construir o destruir en
cuestión de horas.
Ahí es donde entran la inteligencia artificial y las
redes sociales, dos fenómenos que muchos aún no entendemos del todo, pero que
están transformando —en silencio y a toda velocidad— la manera en que
percibimos la realidad.
¿Qué es lo que no estamos entendiendo? Primero, la
inteligencia artificial no es ciencia ficción. No es un robot que viene a
reemplazarnos; es una herramienta poderosa que ya se está usando para analizar
tendencias políticas, predecir comportamientos del electorado, crear contenido
automatizado e incluso influir en el voto. Está en los asistentes virtuales, en
los filtros de nuestras redes, en los anuncios que vemos y en los discursos que
se replican. Está en todas partes, aunque no la veamos.
Segundo, no hemos aprendido a usar las redes sociales
con conciencia política. Las usamos para lo superficial: una foto, un
comentario, un chisme, una burla. Pero no reflexionamos sobre cómo esas
plataformas están moldeando nuestras ideas, polarizando nuestras opiniones y
filtrando la información que consumimos. Nos indignamos por lo que vemos, pero
no cuestionamos por qué lo vemos.
Muchos precandidatos aún no entienden el terreno en el
que están jugando. Algunos se limitan a repetir fórmulas viejas en escenarios
nuevos. Otros se rodean de jóvenes “expertos en redes” pero siguen comunicando
como si estuviéramos en el 2002. Y unos pocos, los que logran conectar, los que
entienden el lenguaje de lo digital, son tildados de “genios” o “magos” solo
porque manejan herramientas que el resto no se ha tomado el tiempo de aprender.
No es magia. Es estrategia, es conocimiento, es
adaptación. Lo preocupante es que, mientras no entendamos cómo funcionan las
redes sociales y la inteligencia artificial, seguiremos siendo fácilmente
manipulables. Seguiremos compartiendo cadenas falsas, creyendo en videos
editados, dejando que el algoritmo decida por nosotros qué es lo que debemos
pensar.
Las redes no son el problema. La IA tampoco lo es. El
problema es que no hemos aprendido a usarlas con criterio, con ética, con
sentido crítico. Por eso, el reto es
colectivo. Aprender a leer el mundo digital como leemos la prensa. A hacer
preguntas, a no creer ciegamente, a buscar contexto. La política del presente
—y del futuro— se está jugando en el terreno de lo digital. Y si no lo
entendemos, otros lo harán por nosotros. Y decidirán por nosotros.
Es hora de dejar de ver la inteligencia artificial y
las redes sociales como misterios incomprensibles. Son herramientas, y como
toda herramienta, su impacto dependerá del uso que le demos.
Porque más allá del like, del video viral o del
comentario mordaz, se están moldeando realidades, decisiones y futuros. Y lo
mínimo que podemos hacer como sociedad es prestar atención, aprender y
participar con conciencia.