
Por: Jorge Patiño
En medio de una profunda
crisis política, donde el desgobierno y los escándalos semanales se han vuelto
el pan de cada día, los colombianos quedamos —una vez más— desconcertados. Esta
vez, por una alocución presidencial cargada de imprecisiones, declaraciones
fuera de lugar y silencios que gritan más que las palabras.
Gustavo Petro habló. Pero,
más allá del contenido político, lo que terminó ocupando titulares y redes
sociales fue otra pregunta, mucho más preocupante: ¿el presidente es drogadicto
o alcohólico?
La duda no nació de la
imaginación colectiva ni de rumores malintencionados. Proviene de
declaraciones, cartas filtradas y confesiones públicas. La más sonada, la del
exministro de Relaciones Exteriores, Álvaro Leyva, quien en una carta dirigida
al mismo presidente afirmó: “Pude confirmar que usted tenía el problema de la
drogadicción”. A esto se suma la confesión de Armando Benedetti, actual
ministro del Interior, quien celebró en medios que lleva “diez meses limpio”,
como si su adicción superada fuera una medalla para lucir en el gabinete.
La escena fue bochornosa. El
presidente, lejos de cuestionar la gravedad de estos episodios, aplaudió a su
ministro, resaltando la importancia de tratar la drogadicción como una
enfermedad. ¿Estamos de acuerdo? Sí, la adicción es una enfermedad. ¿Debe tratarse
con respeto y sin estigmas? Por supuesto. Pero cuando los protagonistas de esas
historias son quienes gobiernan un país en crisis, la discusión trasciende lo
personal y se instala en lo institucional.
Colombia no necesita más
shows personales. Necesita dirección, coherencia y seriedad. Es una vergüenza
que se normalice el consumo de sustancias psicoactivas en las más altas esferas
del poder como si fuera parte del "folclor político". Mientras el
ciudadano común sufre en silencio su dependencia, sin acceso a tratamiento ni
apoyo real, nuestros dirigentes se pasean entre escándalos como si fueran
anécdotas de superación personal, ignorando el flagelo de estas adicciones y el
deterioro físico, cognitivo y mental que causan.
Para cualquier observador,
es fácil detectar los signos de una persona con consumo problemático: cambios
de humor, irritabilidad, negación, evasión, pérdida de motivación, descuido
personal, lenguaje errático, entre otros. Y, lamentablemente, durante el más
reciente consejo de gobierno se evidenciaron comportamientos que preocupan:
somnolencia, habla arrastrada, lenguaje superficial, omisiones verbales y
nominales, ojos enrojecidos, pupilas dilatadas, desorden en la postura,
descuido en la higiene y una actitud irrespetuosa al ingerir alimentos mientras
tomaba la palabra como jefe de Estado.
Los datos oficiales son
igual de alarmantes. El consumo de alcohol y drogas en Colombia no disminuye, y
en algunos grupos, como mujeres y jóvenes entre 12 y 24 años, incluso aumenta.
En Bogotá, el 21% de quienes consumen alcohol presentan abuso o dependencia
—más de 500 mil personas— y el 6,16% reportó consumo reciente de sustancias
ilícitas. Las zonas de mayor prevalencia incluyen localidades como Chapinero,
Usaquén y Barrios Unidos. Mientras tanto, 161 mil personas en el país viven con
consumo problemático y requieren atención urgente.
¿Y qué hace el Gobierno ante
este panorama? Poco o nada. Y cuando lo hace, lo hace desde la tribuna
equivocada.
Frente a este escenario, la
senadora María Fernanda Cabal ha planteado una propuesta tan polémica como
necesaria: que el presidente Petro se someta a exámenes toxicológicos y
psiquiátricos. Puede sonar extremo, pero no lo es cuando hay indicios legítimos
sobre la salud y la estabilidad de quien tiene en sus manos el destino del
país. Sus actitudes erráticas, incumplimientos sistemáticos y ataques a aliados
internacionales han dejado en evidencia un liderazgo cada vez más desconectado
de la realidad.
Este no es un llamado a la
burla ni a la estigmatización. Es una exigencia de respeto. Porque cuando el ejemplo viene de arriba, el
daño es doble: institucional y moral. Colombia tiene demasiados problemas
urgentes como para que su gobierno siga girando en torno a los dramas
personales de sus protagonistas.
Si el presidente necesita
ayuda, que la reciba. Pero si no está en condiciones de gobernar. que lo
reconozca. Porque el país no está para improvisaciones emocionales, ni para
ministros que celebran estar "limpios", como si eso borrara los escándalos
del pasado.
A fin de cuentas, la
pregunta que queda flotando es: ¿Nos alegramos por su recuperación, o nos
quedaron debiendo el respeto que le deben al país?