Por: Sergio López
Arias – Personero de Chinchiná
En cerca de
20 años de ejercicio político, y después de haber ocupado diferentes cargos,
entre ellos de elección popular —lo que me permitió recorrer cada rincón del
municipio—, y de haber llegado posteriormente a distintos lugares de Colombia
como columnista de diversos medios de comunicación, hoy debo decir que, por
primera vez, sentí miedo de pensar y opinar sobre la realidad política del
país.
El atentado
al senador Miguel Uribe Turbay coincidió con la fecha de mi última columna. La
llamada de la casa de mis padres, preocupados por la pasión con la que analizó
la situación actual de Colombia y, en particular, el rumbo que le imprime el
presidente, fue un llamado de atención que jamás imaginé recibir en nuestro
país: “Cuidado, mijo, que hoy ya no se puede opinar; mire lo que le pasó a
ese muchacho en Bogotá”.
Desde ese
momento, y hasta antes de enterarme de su fallecimiento, parecía estar en un
trance, siempre orando para que lograra levantarse de esa cama y abrazar a sus
hijos. De alguna manera, sin haberlo conocido personalmente, sentía afinidad
con él más allá de las posturas políticas. Nos unía una situación personal muy
parecida en la conformación de la familia: en su caso, hijas y esposa; en el
mío, hijos y esposa; y en ambos, un hijo o hija en común. También nos unía
entender la política como un medio para cambiar vidas, el amor por la academia,
los debates con altura y la lucha por mantener viva la democracia.
Todos los
días esperaba verlo de nuevo en el Congreso, esperaba la foto abrazando a sus
hijos. Confieso que me aterraba imaginar que eso no pudiera pasar. La mañana de
su muerte, mi esposa me miró angustiada y me dijo: “Miguel Uribe murió”.
Me quedé sin palabras, no sabía qué decir. Me nublé. Y al mirar a mis hijos,
solo pensé en los suyos. Dios mío, esto no puede estar pasando.
Era muy
pequeño cuando ocurrieron hechos como el asesinato de Galán, el ministro Lara
Bonilla, la toma del Palacio de Justicia, el asesinato de Pizarro o de Bernardo
Jaramillo. La historia me los enseñó en los libros, pero leerlos no es lo mismo
que vivirlos como hoy nos toca. Ayer, en el sepelio del senador Miguel Uribe,
mi familia estaba conectada al celular; mis amigos solo hablaban del tema. Creo
que la mayoría de los colombianos coincidíamos en que era un día triste para
nuestra democracia.
Hoy me
pregunto si realmente vale la pena hacer política en Colombia, si defender los
derechos fundamentales con el amor que lo hacemos justifica el riesgo de vida o
si, por el contrario, debo verlo como una irresponsabilidad frente a mis hijos.
Es increíble pensar que se pueda morir por opinar distinto, por no estar
conforme con la institucionalidad actual o con la forma en que se está
gobernando el país; por cuestionar las expresiones del presidente en sus
alocuciones; por exigirle prudencia; por pedirle que deje atrás su pasado de
militancia en el M-19 y recuerde que hoy es el presidente de Colombia, obligado
a defender y respetar la Constitución Política.
En especial,
de recordarle lo que señala el inciso 2 del artículo 2º de nuestra Carta
Política:
“Las
autoridades de la República están instituidas para proteger a todas las
personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias y demás
derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales
del Estado y de los particulares”.