En política, la cercanía con un candidato puede convertirse en una ventaja, pero también en una trampa. Quienes rodean a un aspirante suelen ser parte de un “comité de aplausos” que valida cada decisión y refuerza sus ideas, muchas veces sin la crítica constructiva necesaria para crecer. Desde la distancia, sin los afectos ni los intereses inmediatos, se logran percibir matices y realidades que los más próximos no alcanzan a ver.
El liderazgo auténtico no se mide únicamente por la popularidad dentro del círculo de confianza, sino por la capacidad de abrirse a voces distintas, incluso incómodas. Escuchar al ciudadano que no pertenece a su equipo, al líder comunitario que no comparte plenamente su visión, o al joven que cuestiona, enriquece el proceso político y fortalece la legitimidad de las decisiones.
Como administrador público, entiendo que la gestión requiere precisamente ese equilibrio: rodearse de personas capaces de aportar, pero también de disentir. El verdadero ejercicio democrático no florece en la unanimidad complaciente, sino en la diversidad de perspectivas.
Decía Maquiavelo en El Príncipe: “No hay manera de protegerse mejor contra la adulación que hacer entender a los hombres que no ofenden cuando dicen la verdad.” Esa advertencia, escrita hace siglos, sigue vigente hoy: los líderes necesitan menos aplausos y más verdades.
Por eso, es hora de humanizar a nuestros candidatos. De recordar que detrás de la estrategia, la oratoria y las campañas, hay personas llamadas a servir a otras personas. Escuchar, reconocer errores y dejarse interpelar por quienes no están en su círculo íntimo, no debilita al líder: lo engrandece. Solo así podremos construir una política más cercana, más humana y verdaderamente transformadora.
