Por: Jorge Patiño Vasco.
A los que vivimos en Palestina, Chinchiná y en el eje cafetero, nos debería doler ver cómo el nombre de Colombia vuelve a sonar en los grandes escenarios internacionales, no por su café, su gente trabajadora ni su paisaje cafetero, sino por la sombra de la corrupción y la pérdida de rumbo institucional. Duele más cuando son los eurodiputados —desde Bruselas— los que advierten lo que muchos aquí ya sentimos: que el país se nos está desmoronando, y que el gobierno actual ha hecho poco o nada por evitarlo.
Colombia, la patria que durante años resistió al crimen y defendió su democracia, hoy se muestra ante el mundo como una nación fracturada. En nuestras calles la gente sigue trabajando entre la indiferencia y el cansancio, como si nada pasara. Pero sí pasa. Nos afecta a todos. También a los que madrugan a recoger café, a los que venden en la plaza, a los jóvenes que buscan estudiar o a los empresarios que sostienen el empleo con las uñas.
Desde afuera nos ven como un país tomado por el crimen organizado y gobernado por quienes se muestran flexibles con los criminales. Y lo que allá se escucha con alarma, aquí muchos lo repiten con resignación. El problema no es de percepción: es de realidad. El debilitamiento de las instituciones, la manipulación de la justicia y la persecución política son temas que ya no se pueden tapar con discursos de esperanza vacía. Lo que estamos viendo es la lenta erosión de nuestra democracia.
Y mientras tanto, el narcotráfico —ese viejo enemigo que tanto dolor causó en Colombia vuelve a levantar cabeza. La llamada “paz total” se ha convertido en una tregua cómoda para los violentos, mientras la gente del común sigue atrapada entre la miseria y la impunidad.
Por eso, escuchar a la senadora María Fernanda Cabal hablar ante el Parlamento Europeo no fue un acto de protagonismo, sino una advertencia que debía darse. La actual senadora y precandidata presidencial llevó la voz de millones de colombianos que sienten que su país se les escapa de las manos. Denunció con claridad lo que muchos temen decir: que el gobierno de Gustavo Petro ha debilitado la institucionalidad, ha coqueteado con estructuras criminales y ha puesto en riesgo la estabilidad nacional. “Colombia no se rendirá. Colombia defenderá su democracia”, dijo con firmeza, y aunque sus palabras fueron pronunciadas en Bruselas, el eco llegó hasta estas montañas del corazón de Caldas.
Puede que no todos estén de acuerdo con su estilo frontal y sin filtros, pero hay que reconocerle algo: logró que Europa mirara de frente lo que aquí muchos prefieren ignorar. Su discurso no fue un reclamo partidista, fue un grito de auxilio por la libertad de un país que se está quedando sin rumbo.
En Chinchiná y en Palestina lo sabemos bien: cuando el Estado se debilita, el crimen llena el vacío. Lo vimos en los años difíciles, cuando la violencia se coló entre las fincas y las veredas. Por eso, no podemos permitir que la historia se repita. La pérdida del respeto internacional no es un asunto de diplomacia: es el reflejo de una nación que empieza a perder su dignidad.
Hoy el mundo nos mira con preocupación, no con admiración. Y esa mirada debería incomodarnos. Porque lo primero que pierde un país cuando se deja seducir por el populismo no es la reputación… es la vergüenza.
Ojala que desde los municipios pequeños del eje Cafetero, desde nuestras montañas y plazas, volvamos a hablar de democracia, de respeto por la ley y de valores. Que no esperemos a que desde Europa nos digan lo que aquí deberíamos estar defendiendo: la libertad.
