Hay una idea romántica que todavía repetimos con ingenuidad: todas las personas a nuestro alrededor son buenas. Ojalá fuera cierto. Pero la vida —y sobre todo la experiencia humana— nos demuestra lo contrario. No todos los que se acercan lo hacen con buenas intenciones; algunos simplemente usan máscaras para convencerte de que te aprecian, cuando en realidad solo buscan aprovecharse en el momento adecuado.
Hay quienes saben sonreír mientras afilan la traición. Quienes te llaman “amigo” mientras calculan qué beneficio pueden extraer. Y cuando ya no eres útil, desaparecen o te clavan el dardo de su mezquindad. Lo más triste es que muchas veces no llegan con maldad explícita; llegan disfrazados, actuando, imitando afectos que no sienten.
Aun así, algo debemos tener claro: juzgar a un ser humano por su conducta no debería ser un deporte social. En esta tierra todos somos de carne y hueso, vulnerables, imperfectos, contradictorios. Sin embargo, eso no significa que debamos callar frente a quienes usan su posición, su influencia o su poder para imponerse sobre los demás. Y es precisamente el poder —ese viejo corruptor de voluntades— el que más transforma a ciertos individuos.
No entiendo por qué, al obtener un poco de autoridad, algunas personas creen que pueden decidir sobre la vida de otros. Se les olvida que el poder no se le escrituró a nadie, que es prestado, temporal y frágil. Que lo otorgan las comunidades, no los egos. Pero algunos se montan en el pedestal y desde allí comienzan a mirar al resto como piezas movibles de su tablero personal.
La sociedad, en su conjunto, necesita un replanteamiento urgente. Nos devora el odio, nos consume la competencia insana, nos ciega la mezquindad. Hemos normalizado la desconfianza, la burla, la cancelación y la doble moral. Y en ese ambiente, lo auténtico —la lealtad, la solidaridad, la empatía— termina siendo un acto de resistencia.
Quizás la pregunta es otra: ¿queremos seguir viviendo entre máscaras o estamos dispuestos a quitarnos las nuestras primero? Porque la transformación social no empieza en los discursos, sino en la forma en que tratamos al otro cuando nadie está mirando.